-¡Por si ya no te recordás te cuento que hoy es el día de la Virgen de la Asunción!
Esa frase, que escuchó durante una conversación telefónica dejó a Rosenda un saber amargo en el paladar.
Esa mañana había comprado una tarjeta telefónica con el costo de dos dólares para poder llamar desde un teléfono público y saludar a los de antaño a los que se encontraban en el otro lado, hacia el sur de la frontera, allá donde la primavera es eterna y se luce seductor al alma el lago más hermoso del mundo.
-Hoy es 15 de agosto: ¡cómo lo voy a olvidar! -Pensó Rosenda.
Se había levantado (como lo hacía todos los días) a las cinco de la mañana a preparar su desayuno y a alistarse para irse a trabajar, de almuerzo como casi siempre llevaba: tres tortillas frijoles fritos y lo que tuviera para añadirle.
Trabajaba desde hacía 8 años en el mismo lugar: limpiando los baños y recogiendo la basura de un centro comercial ubicado en una de las ciudades más prósperas y por lo mismo caras, del norte del país. Sin embargo su salario en poco había variado desde que ingresó a laborar. Asoleadas perpetuas en verano y frío espantoso en invierno la acompañaban cuando la nieve en caída libre la blanqueaba de pies a cabeza mientras ella recogía la basura en los estacionamientos.
Vida de emigrante; pensó. Vida de emigrante.
Trabajaba de lunes a domingo 12 horas diarias (casi siempre hacía horas extras) sin prestaciones laborales, carencia de seguro médico y todos esos minuciosos beneficios que la tierra pepena del tío Sam suprime a los indocumentados mientras ellos siguen las arduas tareas laborales, pasmados; conteniendo la respiración .
Ella, era una de esos miles que habían cruzado la frontera camuflajeados. Como actores de cine norteamericano, saltando cercos, nadando a ciegas y corriendo un maratón entre autopistas y nopales.
-¡Por si ya no te recordás te cuento que hoy es el día de la Virgen de la Asunción!
Esa frase se había vuelto canción en los pensamientos de Rosenda, le había hecho un surco entre la mollera y el occipucio. Mientras lavaba uno de los 23 inodoros, (en su trabajo) se desahogó, lloró a moco tendido. Cerró la puerta, bajó la tapa del inodoro y se sentó, se quitó los guantes plásticos de color amarillo, la mascarilla color celeste y agarró un titipuchal de papel que sacó de un aparato color blanco marca Kimberly Clark, que yacía ajustado a una de las parades; esa amontonazón le sirvió de pañuelo para limpiarse el sudor y sonarse las ventanas…
Se distrajo al ver que el sensor del inodoro automáticamente succionó el contenido que reposaba adentro. ¡Púchis éstos baños de aquí ya mero le limpian a uno la entre ceja!
Volvió hecha pistola a sus pensamientos.
Murmuró: -¿Qué si me recuerdo todavía? ¡Já!
Si el destierro no le provoca a uno amnesia, el emigrar no te produce Alzheimer. El emigrar decía (mientras que las lágrimas se deslizaban como gotas de rocío sobre su rostro oscuro), te abraza a las nostalgias y encima le amarra a uno el cordón umbilical al cuello y le hace nudo ciego en el corazón. Nada más eso.
No es posible olvidar, si vivimos soñando con los que dejamos de ver, de escuchar, de acariciar. Vivimos en éste país caminando en calles pobladas de extraños, que hablan idiomas y acentos diferentes, con costumbres y tradiciones ajenas a las nuestras, ajenas a la mía, ajenas a mi identidad.
Lo único que nos trae de vuelta a la realidad Rosenda es sentir el pulso en nuestro cuerpo y saber que somos guatemaltecos que allá al otro lado del horizonte en donde abundan las golondrinas y se come el pinol en escudilla, es en donde está nuestra tierra la que nos vio nacer y nos esperan los nuestros le decía un exprofesor de la USAC que desde hacía 17 años había emigrado y trabajaba como chofer de taxi, manejando entre las serpentinas calles amazónicas mientras su cabellera lentamente se poblaba de tonos grisáceos, dejó atrás su familia (esposa y cuatro hijos que estaban a punto de terminar su carrera en la universidad ) y llegó a lo que fué en antaño propiedad de los indios Dakotas, Lakotas y Cherokee entre otros...) al igual que Rosenda vivía sólo. Eran vecinos y eventualmente compartían en las noches nostálgicas uno que otro disco de marimba era entonces en esos instantes fugaces cuando la bruma de la soledad hacía de las suyas y afloraban sentimientos que salían despepitados; impotencia, dolor, desasociego. Se autoinvitaba la alucinación fastasmagórica , el ambiente lentamente (como la danza de El Paabanc) se poblaba de recuerdos y anécdotas.
Acompañada de una tasa de café guatemalteco y unas champurradas que sólo su forma le recordaba a las de la panadería de don Roberto en la aldea Las Crucitas, (malaya un mi zepelín decía) era en esas noches cuando Rosenda se permitía viajar de vuelta, que sus pensamientos se liberaban, flotaban y volaban a la vieja aldea de su juventud, durante horas se perdían entre sombras y claros, aparecían acolchonados entre las camas, como decoración en las paredes desnudas de adobe y bambú, como goteras detenidas en el aire provenientes de las las láminas de zinc, de vez en cuando como forma de gallinas inglesas que adornaban el patio, aromas, colores, voces y sonidos que se tranceaban entre las fronteras del tiempo y aparecían frescos ante la mirada atónita de su dueña que con aspaviento veía al chaquetero pasado desfilar en traje de gala sobre la alfombra de la sala de su apartamento.
-¿Qué si recordamos Rosenda?- La interrumpió el elocuente profesor y su ronca voz la hizo aterrizar de sopapo a la realidad.
¡Si los recuerdos los llevamos pegados como piel en nuestra alma y los días no fueran días si la frialdad del tiempo nos los hubiera robado!
Así es querido maestro, le secundaba Rosenda con los ojos húmedos y las sonrisa perdida en alguna esquina de la casa que la esperaba impaciente, así es: vivimos en el presente y respiramos a través del pasado que es lo único que nos mantiene vivos.
Rosen le dijo el profesor: no hay ninguna fecha importante que se le pase por alto al emigrante que radica fuera de la tibieza de su terruño, al contrario las recuerdan, las viven, las sufren y las lloran mientras están trabajando como bestias en: fábricas, campos, casas, calles, no hay celebración alguna que no la resienta su corazón y aflore convertido en lágrimas el dolor que provoca el sacrificio.
El que emigra carga a mecapal las memorias, el presente y los sueños en el mismo tercio de leña que nunca se quita ni para descansar, mientras que las astillas del tiempo van dejando marca en su espalda: cansada, sudada a punto de sucumbir pero no se da por vencido porque allá en donde los celajes mágicos alucinan los sentidos, tienen hijos que necesitan asistir a la escuela, tienen que lograr cercar su terrenito, porque allá necesitan los suyos frijolitos parados y tortilla para comer: y eso, eso no lo podría hacer si no trabajara envuelto entre humillaciones y agravios que son el pan nuestro del emigrante.
¿Qué si recordamos? ¿Acaso ellos ya nos olvidaron?
Ilka Oliva
Agosto 18 de 2008.
Illinois, Estados Unidos.
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